Por muy decididos y avanzados que fueran los romanos, a nadie se le escapa que no construyeron una muralla de la magnitud de la de Lugo de adorno. Algo de suficiente entidad como para ser protegido debía haber en el interior. Y si algo hubo, algo tendría que quedar, por eso cuando a mediados de los ochenta se empezó a hablar de construir aparcamientos subterráneos en el recinto amurallado, algunos lucenses se echaron las manos a la cabeza.
Meter las excavadoras en el casco histórico significaría echar al traste la posibilidad de indagar el pasado de la principal ciudad romana del noroeste peninsular, aunque, para ser justos, hay que decir que en ese momento todavía había muy poca conciencia social de lo que fue Lucus Augusti.
Con todo, colectivos culturales y profesionales y ciudadanos particulares lograron hacer el suficiente ruido como para que el Concello y la Dirección Xeral de Patrimonio tomaran la decisión de que, antes de que entraran las máquinas, había que hacer catas arqueológicas. Aunque lo realmente determinante fue que justo un año antes se había aprobado la Ley del Patrimonio Histórico Español, que obligaba a hacer prospecciones previas a cualquier intervención en el subsuelo de un casco histórico.
El encargado de dirigir ese trabajo fue Xulio Carballo, un arqueólogo que en esa época trabajaba en otras zonas de Galicia. No se encontró un contexto nada fácil, recuerda. «Moitos lucenses, incluído algún concelleiro, quería demoler iso que hoxe é Patrimonio da Humanidade», cuenta en referencia a la muralla.
La construcción de los parkings ya estaba adjudicada a una empresa, aunque no fue ésta la responsable de que Carballo y su equipo acabaran abandonando el proyecto. El problema era que, al estar ya concedida la licencia de obra, cualquier hallazgo de relevancia supondría un contratiempo. O se pasaba por alto o había que dar marcha atrás en el proyecto de los parkings y compensar a la empresa. El coste económico sería enorme, pero además una parte de la población no lo entendería.
Porque el ‘problema’ es que, efectivamente, aparecieron restos. En las tres plazas, dentro y fuera de la muralla. En A Constitución, una necrópolis de inhumación; en la Praza de Ferrol, una de incineración, y en Santo Domingo, muchos vestigios de edificaciones, algunas de relevancia, a juzgar por los fragmentados y deteriorados mosaicos.
Hallazgos extraordinariosEl material aportaba información muy relevante, sobre todo respecto a la trama urbana. El hecho de que apareciera un cementerio en la Praza de Ferrol significaba que la planta de la ciudad había ido cambiando, pues las necrópolis siempre estaban fuera de los núcleos de población.
Carballo recuerda el proceso como muy ilusionante, pero también como unos meses de mucha tensión y frustración, aunque no lo exprese con esas palabras. «De todo se aprende. Maduramos moito, curtímonos...», cuenta.
No podía ser menos cuando descubrieron que las palas habían entrado en A Constitución y destruido la necrópolis o cuando, concluidas las catas, remitieron un informe a las administraciones informando de la conveniencia de continuar excavando. «Non gustou, sobre todo ao Concello. As licenzas para os aparcamentos xa estaban dadas, víamos que as cousas non ían ir por onde deberían..., así que dixemos que abandonábamos».
Y lo hicieron. Así que la administración local tuvo que buscar otro equipo. Recurrió al grupo Larouco, que, dirigido por Antonio Rodríguez Colmenero, llevaba años haciendo campañas en Galicia. «Tuve mis dudas, porque la situación estaba muy envenenada, pero un día, en una reunión, escuché decir a un personaje que no le importaba una noche arrasar todo y entrar ocho días a la cárcel. Me impresionó mucho, así que acepté. Y salimos triunfantes», afirma.
Cacahuetes y rayos XJunto a él, uno de los primeros en desembarcar en Lugo fue Francisco Herves, que al igual que el resto del equipo se enfrentaba a su primera gran excavación urbana. Se encontró una ciudad dividida entre quienes querían que las obras de los parkings empezaran y acabaran cuanto antes y quienes veían en los arqueólogos la posibilidad de descubrir nuevos datos del pasado de Lugo y, en consecuencia, de parar el proyecto de los aparcamientos.
«Recuerdo esos meses con mucho cariño, pero también con mucha tensión. El arqueólogo todavía no se había incorporado a la vida social y mucha gente no entendía nuestro trabajo. Las excavaciones estaban valladas, pero daba igual, nos insultaban, a las compañeras les hacían comentarios machistas, nos decían si sachábamos cebollas, nos echaban cacahuetes, monedas falsas..., hasta una egipcia de una colección de bebidas», cuenta.
¿Y cuál fue el resultado de su trabajo? Pues durante tres meses rescataron cantidad de material (monedas, teselas, trozos de mosaicos, vasijas, huesos...). Hubo objetos que incluso pasaron por los rayos X del ambulatorio de la Praza de Ferrol, aprovechando la curiosidad que mostraban algunos de sus trabajadores, como huesos de las ofrendas realizadas en la necrópolis que apareció en esa plaza.
Colmenero, que por esa época ya había trabajado en Alemania, organizó las excavaciones en tres grupos, uno por plaza, cada uno apoyado por arqueólogos de la Universidad de Santiago que en ese momento realizaban estudios de postgrado, y por obreros de la firma que iba a hacer los parkings.
El director echó mano, además, de cintas mecánicas para cargar los escombros en camiones. «Éramos un enjambre, unos 15 arqueólogos y unos 30 obreros, dibujando, midiendo con taquímetros... En tres meses dejamos todo libre. La prensa nos apoyó mucho. Como estaba todo el día preguntando, decidí dar una rueda de prensa cada dos días para contar todo lo que iba apareciendo», recuerda.
Todo el material rescatado dio lugar a una exposición en la vieja cárcel en la que la ciudad se reconcilió con la arqueología, puesto que fue todo un éxito de visitas. Pero hubo estructuras que se perdieron para siempre, desde las necrópolis de A Constitución y Praza de Ferrol hasta muros de edificaciones, desde viviendas a hornos, y trozos de calzadas, en el fondo de Santo Domingo. «La pelea era inútil porque eso ya estaba condenado, ya que los aparcamientos estaban aprobados», explica Colmenero.
El hoy catedrático emérito de Historia Antigua de la Universidad de Santiago se queda con la parte positiva de todo ese proceso, que fue la cantidad de información que aportaron las excavaciones. «Sirvieron para conocer la ciudad y para salvar restos posteriormente, porque la sociedad y las administraciones empezaron a tomar conciencia. Sin aquellos vientos no existirían estas tempestades», afirma categórico.
Máquinas y lágrimas
Claro que cada uno de los arqueólogos vivió esa experiencia de una forma. Covadonga Carreño, que posteriormente se haría cargo del servicio municipal de arqueología, confiesa que fue duro. «Cuando entraron las máquinas en el fondo de Santo Domingo, que era donde habían salido cosas, se me cayeron las lágrimas». «Nunca más me ha vuelto a pasar», añade.
Claro que cada uno de los arqueólogos vivió esa experiencia de una forma. Covadonga Carreño, que posteriormente se haría cargo del servicio municipal de arqueología, confiesa que fue duro. «Cuando entraron las máquinas en el fondo de Santo Domingo, que era donde habían salido cosas, se me cayeron las lágrimas». «Nunca más me ha vuelto a pasar», añade.
De lo que no cabe duda es de que las excavaciones de 1986 les marcaron a todos, en algunos casos profesional y personalmente. Colmenero, Carreño y Herves, junto a Enrique González y Enrique Alcorta, viajaron a Lugo por unas semanas y no encontraron ya el momento de irse.
Todos utilizan los mismos adjetivos para describir esos meses. Ilusionantes e intensos. «No te podías parar un minuto. Los hallazgos eran continuos», cuenta Alcorta, en la actualidad arqueólogo del Museo Provincial. «Fue una escuela para todos y había un gran compañerismo», relata Herves. «Comíamos juntos, al acabar el día nos reuníamos en los bares y seguíamos hablando de arqueología...», añade Carreño.
Pero las excavaciones de 1986 no sólo marcaron a sus protagonistas, sino a la ciudad. Las calzadas, las casas decoradas con mosaicos, los cementerios... ponían de manifiesto que Lugo había sido una gran ciudad romana. Sin embargo, los años posteriores fueron negros. Se excavaba antes de cada intervención en el casco viejo, sí, pero se documentaba y se destruía. Sirvió, al menos, para obtener información, porque antes de eso se destruía sin más. «En los años 50, 60... se hicieron casas en el casco histórico con garajes y no se excavaba, por lo que sabemos lo que hemos perdido desde que se empezó a excavar, pero lo que se destruyó antes nunca lo sabremos», afirma la arqueóloga municipal.
Una vez se sistematizaron las prospecciones, en realidad cualquier administración pública habría podido ordenar conservar, pero significaría comprar o expropiar el solar y pagar derechos edificatorios. Y nadie estaba por la labor. Y probablemente ninguna administración podría asumirlo, al menos en solitario.
El cuento cambió en 1997, cuando el Concello aprobó el Pepri, la norma que ordena y protege el casco histórico. Con ella se anularon los derechos edificatorios bajo rasante, aunque sigue siendo necesario el control arqueológico cada vez que se toca el subsuelo, ya sea para hacer la cimentación de una casa o para renovar los servicios de una ya construida. Si salen restos arqueológicos de interés, hay dos posibilidades: rescatarlos, mostrarlos in situ o, simplemente, protegerlos con material adecuado y taparlos después de documentarlos adecuadamente.
Lo que falta
Es un avance abismal, aunque insuficiente si se pregunta a los arqueólogos. Y a muchos otros ciudadanos. Sigue sin haber un ente que planifique y dirija la investigación arqueológica, lamenta Herves, y tampoco hay un órgano que unifique la puesta en valor de todo el material recuperado en las últimas décadas y de la información obtenida, apunta Carreño. «Seguimos sin un museo romano. San Fernando va a ser un centro de la romanización de Galicia, por lo que no sé lo que se va a poder mostrar de Lugo, y el MIHL será un museo de toda la historia de la ciudad», afirma.
Es un avance abismal, aunque insuficiente si se pregunta a los arqueólogos. Y a muchos otros ciudadanos. Sigue sin haber un ente que planifique y dirija la investigación arqueológica, lamenta Herves, y tampoco hay un órgano que unifique la puesta en valor de todo el material recuperado en las últimas décadas y de la información obtenida, apunta Carreño. «Seguimos sin un museo romano. San Fernando va a ser un centro de la romanización de Galicia, por lo que no sé lo que se va a poder mostrar de Lugo, y el MIHL será un museo de toda la historia de la ciudad», afirma.
Esos déficits hacen que mucha información permanezca almacenada en papel y mucho material, en cajas, lamenta la arqueóloga municipal, y que periódicamente salgan a la luz materiales relevantes que tardan años y años en ponerse en valor o que quizás nunca lleguen a ponerse.
Porque antes del Pepri se perdió la oportunidad de mostrar restos arqueológicos realmente relevantes, como la espectacular estructura termal que salió a la luz en un solar de la Praza de Armañá y que acabó destruida, pero posteriormente también. El decumano, una de las calles principales de la ciudad, y la gran cloaca de Lucus Augusti salieron a la luz en la Rúa Raíña y ahí siguen, ocultos. Porque la evolución de la arqueología lucense en los últimos 25 años fue extraordinaria, pero el camino por recorrer todavía es largo.
Entrada publicada por Andrea Fernández López y Alba García Miguélez.
Entrada publicada por Andrea Fernández López y Alba García Miguélez.
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